Las fértiles tierras drenadas por el arroyo Montoya, cuyas aguas van a dar al Duero a través de su afluente el río Talanda, se distribuyen en tres municipios integrados en la comarca de la Tierra del Vino: Cuelgamures, Fuentespreadas y El Piñero. Acudimos en esta ocasión al primero de ellos, el cual abarca la cabecera del valle, con espacios accidentados por diversas lomas, sobre las que crecen frondosos bosques. Topamos por allí con enclaves apacibles, sumamente gratos, de una naturaleza serena y pujante a la vez.
Estos parajes estuvieron habitados desde muy antiguo. Bien conocido entre los estudiosos de la Prehistoria es el Teso del Moral, a oriente del propio Cuelgamures, en cuya cima se ubicó un poblado eneolítico. Las investigaciones arqueológicas realizadas hace ya varias décadas, proporcionaron numerosos detalles sobre la vida de las gentes de hace unos 4500 años. Además de cerámicas, algún objeto de metal y útiles de piedra, aparecieron numerosos huesos de cabras, los más antiguos hallados en la Meseta Norte, lo que indujo a pensar que en tan lejana etapa esos animales ya estaban domesticados. Cuando se aran aquellas parcelas, todavía se aprecian cercos de tierra más oscura, que corresponden con los cenizales o fondos de cabañas que allí existieron.
En los campos más abiertos situados por debajo del cerro, en el pago denominado Santa Colomba, compartido con el vecino Fuentespreadas, se asentó una importante villa tardorromana, cuyos momentos de mayor esplendor discurrieron a lo largo de los siglos IV y V. Aunque no perdura ningún vestigio arquitectónico visible, pues aquellos suelos han sido sembrados secularmente, al caminar por ellos se localizan numerosos fragmentos de tégulas y de cacharros de paredes finas, además de teselas de mosaicos y molinos de mano. Relacionadas con esa perdida mansión, ya dentro del término del pueblo inmediato, en 1970 se hallaron casualmente tres tumbas, de las cuales una de ellas contenía un importante ajuar. Los diversos objetos rescatados: atalajes de caballería, cencerros, herramientas, vasijas de metal, vidrio o barro… se exhiben en nuestros días en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Llegados a la Edad Media, las menciones escritas más antiguas sobre la actual población la designan como Colga Mures. Se ha especulado sobre el significado de ese nombre, pensándose que pudiese equivaler a “dormidero de murciélagos”, acaso una cavidad o cueva donde se suspendieran para recogerse ese tipo de animales. La primera cita que se conoce sobre la localidad aparece en un documento fechado en el año 1143 que notifica una donación realizada por el rey Alfonso VII. Debido a la cercanía del Monasterio de Valparaíso, esta poderosa abadía cisterciense, distante sólo unos cinco kilómetros hacia el oeste, tuvo numerosas propiedades en el término. Avanzando hasta el siglo XVI, señalan que Cuelgamures perteneció al estado de Gema y como parte de él, ligado a diversos señores.
El casco urbano se emplaza escalonado en la solana de una loma, con calles paralelas que siguen las curvas de nivel, unidas por travesías empinadas. Sus casas están construidas mayormente con la piedra arenisca que aflora por los alrededores, fácil de cincelar, pero muy poco resistente frente a la erosión. Alguno de los inmuebles exhibe tallas ornamentales en el dintel de su puerta, pregonando una condición más noble. Otros mantienen ciertos detalles modernistas. Entre los edificios más antiguos, uno conserva una vistosa reja, quizás gótica, coronada por cogollos y una cruz con sus brazos rematados en estilizadas flores de lis. El ayuntamiento preside la cuadrada Plaza Mayor. Para acceder a su puerta cuenta con rampa y escalinata, dejando por encima el emblemático reloj público.
En la zona más alta del cerro perduran diversas bodegas excavadas en la propia ladera, con sus puertas orientadas hacia la umbría. Pese a que muchas de ellas yacen abandonadas, sirven de testimonio sobre una pretérita dedicación vinatera, muy mermada en nuestros días. También hallamos un camino llamado del Castillo, nombre que incita a pensar en alguna pretérita fortaleza de la cual no queda ningún vestigio.
La iglesia, consagrada a Santa María Magdalena, se emplaza sobre solares prominentes, coronando la cumbre del cerro. Domina así todas las casas, en una posición realmente vistosa y fotogénica. Es templo de orígenes románicos, pero ha sufrido numerosas alteraciones que han desvirtuado totalmente las formas primeras. En la actualidad posee una cabecera cuadrada a la que se une el cuerpo de las naves, de menor altura. Muy característico es el saliente camerino que aligera el muro oriental. A su vez, sobre el costado de poniente se yergue la espadaña, dotada de tres vanos para las campanas y un remate en frontón triangular. Ese campanario llegó a nuestros tiempos decrépito y muy inclinado, con peligro de derrumbe. Por impulso y coraje de los propios vecinos, en el año 2016 lograron desmontarlo y lo rehicieron de nuevo, recuperando así la integridad y gallardía primitivas. Para esa restauración volvieron a tallar los pináculos esquineros, perdidos en su mayoría.
Pese a la armonía de lo ya señalado, la estructura más interesante de todo el monumento es la portada, abierta hacia el sur y protegida por un portalillo acogedor. Viene a ser el único resto evidente del edificio inicial, posiblemente del siglo XII, sumamente valioso por sí mismo. Aún así tampoco se ha librado de las reformas, pues muestra ciertos desajustes que señalan un remonte. Está construida con una piedra arenisca de grano muy fino que consintió labores primorosas. En la actualidad posee dos archivoltas con arcos de medio punto que insinúan la ojiva. Pero se evidencian huellas de la existencia de otra vuelta más, cuyas dovelas se incrustaron formando una orla externa. Como apoyos dispusieron jambas prismáticas, rematadas en impostas. La ornamentación de todas las partes es minuciosa y delicada, aunque de escaso relieve. Dentro de las impostas encontramos flores de lis entre roleos que llevan hojitas pareadas en los vértices. A su vez, de las archivoltas, la más interna aparece rellena con tetrapétalas inscritas en círculos. La otra exhibe unas estilizadas hojas emparejadas en las que se integran estéticas espiras. Finalmente, sobre los sillares que debieron formar una tercera rosca aparece una compleja red de tallos entrelazados, con aros y florones en su interior. Como enmarque externo se aprecian las huellas una chambrana, tascada burdamente.
Toda esa ornamentación escultórica se repite con el mismo detalle en la iglesia del vecino pueblo de Fuente el Carnero, sin embargo no sabemos de su existencia en ningún otro lugar. Tal coincidencia mueve a pensar que ambas obras fueron realizadas por la misma cuadrilla de canteros. Debido a la cercanía con el Monasterio de Valparaíso, es posible que esos artífices llegaran hasta estos rincones para trabajar en las grandiosas estructuras de ese cenobio, desgraciadamente desmantelado tras la Desamortización del siglo XIX.
En el interior, la iglesia carece de retablos antiguos, pues al parecer los perdió en un incendio. De las esculturas aún en culto, la más valiosa es una imagen gótica del Santo Cristo, posiblemente del siglo XIV. Muestra al Redentor ya muerto, con la cabeza ladeada, ojos cerrados y serena expresión. Posee un amplio paño de pureza y pies recruzados, llamativamente grandes. Señalan que esta pieza procede de un humilladero desaparecido. Otra efigie digna de reseña es la de San Antón, la cual adquiere un protagonismo singular en las fiestas que le dedican el 17 de enero. Valiosa es la cruz parroquial, gótica, de metal, austera aunque bastante grande.
Al suroeste del pueblo, rodeada de frondosas alamedas y contigua con fértiles huertas, se halla la fuente local. Es un manantial destacable, de aguas frescas y saludables, uno de los más copiosos de esta parte de la provincia. En realidad, con sus aportes se genera el mencionado arroyo Montoya. Tradicionalmente fue muy apreciada por los vecinos, los cuales encauzaron y urbanizaron minuciosamente su entorno. En nuestros días la siguen manteniendo con el mismo esmero. Cuenta con dos pilares, de los cuales, el mayor, dotado de un par de caños, lleva marcada la fecha de 1950. El otro, más bajo, dispone de un solo chorro. Completan el conjunto un gran estanque circular, que actuó como abrevadero y los viejos lavaderos, ahora sin uso y vacíos. Ciertos arbolillos ornamentales agregan su gracia vegetal. Una reciente incorporación ha sido la de un parque biosaludable, instalado en uno de los laterales, dotado con diversos aparatos para que las gentes mayores realicen ejercicios de mantenimiento.
La riqueza forestal del término es bastante destacada. A las pujantes alamedas junto al arroyo se unen frondosos pinares, los cuales forman un todo común con los de El Maderal y El Cubo. Constituyen una de las áreas boscosas más notables de toda la banda meridional de la provincia. Parte de ellos son de pinos albares, bien apreciados por su producción de piñones. Otros son resineros. En otoños propicios, de temperaturas suaves y abundantes lluvias, regalan gran cantidad de níscalos.
Hacia el otro extremo, hacia el norte, un retazo peculiar es la finca denominada El Cuadrazal, ocupada mayormente por encinas. Es muy posible que antaño fuera una de las posesiones de Valparaíso, aunque carecemos de datos para afirmarlo. Lo que sí sabemos es que en 1862 era un coto redondo y su dueño era el Marqués de Vallehermoso y Valdecarzana.
Entre los cultivos agrícolas del pueblo han conseguido singular renombre los ajos, a cuyo laboreo se destinan bastantes hectáreas. Las cosechas anuales suelen alcanzar el millón y medio de kilos. Su calidad está bien reconocida, habiendo recibido numerosos premios en las ferias zamoranas de San Pedro. A su vez, notable prestigio tiene el queso de oveja, elaborado en una quesería artesanal ubicada a orillas del casco urbano. Acogido a “Tierra de sabor”, ha sido galardonado en diversos concursos y exposiciones. Esos productos y otros similares dinamizan la localidad y han de conseguir un mayor auge.